
El Gran Ingeniero dio por
finalizado el último de sus proyectos, el más ambicioso. Invirtió seis días y
seis noches en crear lo que consideraba la
partícula de la felicidad. Un prodigio nanotecnológico de dimensiones
microscópicas y potencial infinito, que transformaría a los homínidos en
dioses. Lo insufló en el organismo humano para que se integrase biológicamente en
un cerebro que hasta entonces, sólo manejaba impulsos instintivos. Las primeras
señales de cambio se produjeron de inmediato. El hombre comenzó a crear
herramientas, a cultivar la tierra, a
pastorear ganado y a expresarse con un lenguaje cada vez más elaborado. Luego
vinieron las artes, lo que parecía indicar que el experimento estaba resultando
un éxito. Entonces aparecieron las religiones, las fronteras, el hambre, las
ciencias, y la guerra. A partir de ahí la humanidad entró en un proceso cíclico
de progreso y recesión, de creatividad y destrucción, de iluminación y
oscurantismo, que la condenó a la más absoluta infelicidad a lo largo de toda
una era.
Decepcionado,
analizó las causas de su fracaso. Procesó los testimonios recopilados en
millones de oraciones, confesiones, diarios personales y sesiones psicoterapéuticas
del último medio siglo. Los datos indicaron que la mente humana captaba un
entorno permanentemente hostil ante el cual reaccionaba de forma inconsciente, generando
sufrimiento. La conclusión fue decepcionante: el hombre aún no había comprendido
que el cerebro no percibe la realidad. La crea.