–Tú y yo podremos pasear juntos bajo ese
cielo estrellado– dijo señalando la réplica de un Van Gogh que colgaba de la
pared de la consulta.
Tras
un largo silencio, sin perder de vista la rendija de la puerta, alargó su mano
hacia ella, tímidamente. Comenzó acariciando su rodilla. El tacto le resultó
suave y frío, como la extremidad de un maniquí. Deslizó sus dedos temblorosos pierna
arriba. Trató de explorar un poco más, pero una sombra bajo la puerta le obligó
a incorporarse bruscamente. Entró el médico disculpándose por la tardanza, le
arremangó la pernera vacía de su pantalón y, con delicadeza, procedió a ajustarle su nueva prótesis.
Siempre he sentido una
profunda admiración por aquellas personas que han sido capaces de conquistar el
éxito superando cuanta dificultad se haya presentado en su camino. Algunas de
esas dificultades pudieron aparecer al comienzo de sus vidas, en forma de
enfermedades congénitas, de familias desestructuradas, de miseria o de abusos.
Otras veces, los obstáculos aparecieron más adelante, en un accidente, mediante
una pérdida o provocados por la exclusión social.
Considero que sólo el que se siente libre de ser y de hacer todo aquello que se
proponga, está en camino de conquistar una vida feliz y exitosa. Hay quien
piensa que la clave está en el esfuerzo, a pesar de que se cuentan por millones
los proyectos vitales que se quedan por el camino tras una denodada y sacrificada
existencia. Otros prefieren creer en la suerte, retratando un mundo donde la diosa
Fortuna elige caprichosamente a los triunfadores, condenando al fracaso a todos
los demás desafortunados. Los neoliberales,
y otros darwinistas trasnochados, siguen apoyándose en la ley de la selva para
concluir que sólo el más fuerte conquista sus metas. Y por último están los
que, quizás por envidia, opinan que todo logro conseguido por el prójimo no es más
que la consecuencia de un buen enchufe o de unas malas artes. Para mí el éxito es una combinación de libertad y de felicidad.
La libertad es un derecho inalienable del ser humano.
Tanto es así que, en el ejercicio de nuestra libertad, podemos decidir encerrarnos
en cuantas limitaciones deseemos. Los límites del ser humano, como ya expliqué
en un artículo anterior, no están impuestos por nuestra herencia genética, ni
por nuestras carencias físicas, psíquicas o emocionales, ni por el gobierno, ni
por la religión, ni por la ciencia, ni por las leyes. Nuestros límites son
nuestras propias creencias, que a su vez están basadas en las opiniones que los
demás (historia, cultura, familia, amigos…) tienen acerca de nosotros. Nadie
puede decirnos lo que somos capaces de hacer. En cambio nosotros, sí que podemos
limitar nuestro potencial para estar a la altura de las expectativas del
exterior.
Hoy quiero presentaros a dos personas. Dos de esas personas
por las que he declarado una profunda admiración. Porque demuestran ser libres
para ser y hacer todo lo que se proponen. Porque sus rostros reflejan la
felicidad del verdadero éxito. Se llaman Albert Casals y Nick Vijicic. Sus
vidas ejemplares nos demuestran, desafiando las opiniones ajenas, que no es la
realidad la que limita nuestras capacidades, sino la percepción distorsionada que
tenemos de ella.
Bruno
solía presentarse sin avisar, irrumpiendo en mitad de aquellos atardeceres que
cubrían el cielo con su telón de lluvia y malos presagios. Por las mañanas, tras
la tormenta, era Sergio el que trataba de arreglar los destrozos, pedir
disculpas a los vecinos y curar esas heridas que sangraban por fuera pero dolían
muy dentro.
Ayer el
cielo volvió a cubrirse de ceniza y miedo. Nadie podrá hoy recomponer los
daños. Sergio ha sido desalojado de su propio cuerpo por el suicida que yace en
el suelo.
Si hay alguna creencia limitante acerca
de las capacidades físicas y psicológicas del ser humano que se haya impuesto sobre
las demás a lo largo de las últimas décadas, esa es sin duda la de la herencia
genética. Desde su perspectiva, nuestro organismo está a merced de unos genes
que parecen condicionar totalmente aquello que somos y, lo que es más
frustrante, aquello que podemos llegar a ser, condenándonos a ser víctimas de
ese inamovible determinismo genético. Habrá quien saque provecho de esta
asunción, para atribuir al legado biológico de sus antepasados desde la falta
de sensibilidad artística hasta la torpeza en actividades deportivas, pasando,
por supuesto, por un variado catálogo de enfermedades. La mayoría, sin embargo,
consideramos que la herencia genética, al igual que las herencias
patrimoniales, a veces conllevan deudas asociadas con las que no queremos lidiar.
Uno de los nuevos campos de la
biología con mayor proyección es el de la epigenética, o lo que
es lo mismo, la rama que investiga la biología por encima, o más allá, de la genética. Los hallazgos
en este campo son asombrosos y tiran por tierra muchos de los supuestos,
aceptados durante años, de la visión determinista de la genética. Al igual que
Newton enunció las leyes físicas que se suponía regían a toda la materia (y que
la física cuántica demostró que no eran válidas a nivel subatómico), la
genética ha establecido una especie de ley por la cual todo organismo, desde
las amebas hasta el ser humano, está supeditado a la información
contenida en sus genes sin que pueda hacer nada para evitarlo de forma natural.
La epigenética ha venido a demostrar que el factor decisivo que influye en el
desarrollo celular no es el gen, sino el medio ambiente en el que el organismo
se desenvuelve, y que esa influencia es la que determina si un gen se
manifiesta o no y de qué manera lo hace.
La forma en la que el ambiente y el
organismo interactúan ha sido muy bien definida en el concepto de autorregulación organísmica u homeostasis, y que se resume como la
tendencia de todo organismo a buscar el equilibrio cada vez que el entorno en
el que se encuentra varía. Para que esta autorregulación pueda darse tiene que
haber un proceso de recogida de datos del exterior, una interpretación de los mismos y la elaboración posterior de la respuesta más adecuada para el restablecimiento
del equilibrio de ese binomio organismo-entorno. La epigenética ha descubierto
que esa respuesta condiciona la actividad de los genes, que no serían más que
patrones de base, capaces de manifestarse en 30.000 variaciones diferentes.
Esto lo cambia todo, por las
implicaciones que tiene cuando lo extrapolamos al conjunto de nuestro cuerpo,
que no deja de ser un conjunto de 50 billones de células que a su vez se
agrupan en comunidades especializadas. Es el entorno en el que nos
desarrollamos, o más exactamente, la percepción del mismo, lo que condiciona realmente lo que somos o podremos llegar a ser
como individuos. No somos víctimas de nuestros genes, sino los directores de
orquesta que deciden cuando y de qué manera interviene cada uno de esos genes
para lograr un continuo equilibrio con el medio en el que vivimos.
Sabemos que el objetivo primario de
todo organismo es sobrevivir, pero el objetivo último es crecer, desarrollarse y
evolucionar. Hay dos caminos para sobrevivir: El primero es protegerse de
cualquier amenaza que pueda proceder del entorno a través de un proceso de blindaje, lo cual impide el intercambio natural de información entre el exterior
y el interior, dejando al organismo totalmente aislado. El segundo camino es, como
hemos visto, interactuar con el entorno para buscar el mejor modo de adaptarse
a él, llegando incluso a colaborar con otros organismos para dar una respuesta
más optimizada. Solamente uno de los dos caminos posibilita el crecimiento, el
segundo de ellos.
Y tú, ¿creces o te proteges?
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Hoy os presento al Dr. Bruce Lipton,
un experto en biología celular que tras dejar atrás sus etapas de investigador
y docente, se dedica a la divulgación de sus propios descubrimientos acerca del
papel predominante que desempeña la membrana de la célula, a la que considera
el verdadero cerebro de la misma, frente al sobrevalorado núcleo. Estoy leyendo
uno de sus libros, “La biología de la
creencia”, y no deja de asombrarme capítulo a capítulo. Una de sus
afirmaciones más sorprendentes, sobre todo para aquellos que no contemplen la
realidad energética del cuerpo humano, es que la membrana celular no sólo
responde a estímulos químicos, sino también a estímulos energéticos, como las
microondas, los campos electromagnéticos, o… los pensamientos. Desde su postura,
la losa de la herencia genética, es decir, las enfermedades asociadas a ella, se
activa por la creencia firme del individuo de que así va a ser. Es lo que se conoce como efecto nocebo.
No sé vosotros, pero yo creo que merece la pena que no
dejemos de cuestionarnos nuestras creencias y que tratemos de percibir el mundo
del modo más amable posible. Nuestro organismo lo agradecerá.
Con
ensayada teatralidad comenzaba a introducir su mano derecha cuando algo tiró
de él bruscamente, precipitándose de cabeza en la copa de su chistera.
El público hacinado en la inmensa madriguera, prorrumpió en aplausos ante el
clásico número del mago que sale del sombrero.
Cada mañana, al levantarnos de la cama, un nuevo día nos está
esperando, cargado de nuevas experiencias, oportunidades, descubrimientos, placeres
y otra innumerable lista de novedades. El amanecer es como un árbol dispuesto
a regalarnos sus frutos maduros. Frutos que, sumidos en la rutina de lo cotidiano,
dejamos pudrir en el suelo.
Hubo un
tiempo en el que éramos conscientes de esta inagotable fuente de ilusión y nos
levantábamos de la cama de un salto para empezar a degustar con avidez las
delicias que el día nos deparaba. Sabíamos exprimir el potencial de disfrute
que se hallaba envuelto, como un caramelo, en cada instante de nuestra vida.
Entonces éramos niños, y claro, no sabíamos nada, todo era un juego para
nosotros, pero un día, a la fuerza ahorcan, tuvimos que madurar.
En algunas
culturas, el paso de la infancia a la madurez, marcado por ceremonias y
rituales, implica pagar un precio, que en algunos casos supone, a esos
niños-hombre y a esas niñas-mujer, pasar por experiencias traumáticas en su tránsito
hacia la comunidad adulta. En nuestra cultura, aunque tenemos más suerte,
también pagamos un precio para ser considerados adultos. Dejamos de contemplar
la vida como un juego, y empezamos a verla con la seriedad que se espera de una
persona de provecho.
Los adultos
que deciden no seguir pagando el precio y quitarle gravedad a la vida, no
siempre son comprendidos por el resto de sacrificados ciudadanos que aceptan con
resignación que el disfrute y la responsabilidad son como el agua y el aceite,
no se pueden mezclar. Para disfrutar ya están los fines de semana, las
vacaciones y la jubilación. En esos acotados periodos de tiempo se nos permite
bajar la guardia sin ser considerados bichos raros. No es de extrañar entonces
la cantidad de gente que de forma cansina nos repite cada día aquello de “ya
falta menos”, haciendo referencia al próximo fin de semana, como si hasta
entonces la vida careciera de sentido. Estoy convencido de que, tristemente,
para muchos así es.
El nuevo
día que contemplamos cada mañana, al levantarnos de la cama, no ha dejado de
estar cargado de oportunidades, listas para que las aprovechemos. Lo que ha
ocurrido es que ya no las vemos porque, de forma automática, hemos fijado
nuestra mirada en todas esas cosas serias e importantes a las que se supone
que tenemos que prestar atención como adultos que somos. La rutina fagocita
nuestros verdaderos sueños mientras nos dejamos engañar con sucedáneos demasiado
caros, o demasiado breves, o demasiado distantes en el tiempo. Vivir la vida
como un juego nos permite disfrutar aquí y ahora de las experiencias que se nos
presentan, recuperar la expectante ilusión infantil por todo lo bueno que
está por llegar, y descubrir de nuevo las infinitas
cosas impresionantes que acontecen en nuestras vidas cada día.
Hoy os dejo
con Neil Pasricha, un joven bloguero que cada día recibe más de 40.000 visitas en
su bitácora y que ha ganado el premio Webby (el Oscar de internet) al mejor
blog del mundo. Cuando su vida se desmoronaba dramáticamente, tomó la decisión
de seguir adelante con una actitud positiva,
centrando su atención en todas las cosas maravillosas que le acontecían
y manteniendo siempre su autenticidad. Como resultado de su empeño creó el blog
“1000 Awesome Things” (1000 Cosas Impresionantes) donde cada día publica uno de esos placeres cotidianos que
la vida nos regala, como cantar en el coche a la vuelta de un concierto, que el
ascensor abra sus puertas cuando te dispones a pulsar el botón, o el frescor
del otro lado de la almohada.
¿Cuál es la pequeña cosa impresionante de la que has
disfrutado últimamente?
Aquella mañana, al volante de mi todoterreno, traté de romper con esa rutina diaria que amenazaba con aplastarme. No tomé la salida de la autopista que conducía a mi lugar de trabajo, sino que continué circulando durante horas sin destino alguno. Cuando me cansé del tráfico, y de mis pensamientos recurrentes, decidí adentrarme por pistas de cemento que pasaron a ser de tierra poco antes de difuminarse entre arbustos y rocas. A falta de camino, continué a pie. Desde entonces tengo la sensación de caminar en círculo. La rutina ha debido de seguir mis huellas.
Últimamente todo son buenas noticias. Hoy he recibido la grata sorpresa de descubrir que la revista literaria “A contrapalabra” ha publicado, en su último número, tres de mis escritos: “El viejo”, “Alea jacta est” y “Amarguras”. Si os apetece leer (o releer) estos tres microcuentos, sólo tenéis que pinchar en la imagen y dirigiros a la página 33. Quiero, una vez más, hacer extensiva mi alegría a tod@s vosotr@s, por acompañarme en este camino creativo desde el otro lado de la pantalla.
Diariamente nos exponemos a miles de datos que
conforman, de un modo u otro, nuestra particular visión de la realidad. Muchos de esos datos los recibimos cuando nos sentamos
frente al televisor para convertirnos en receptores pasivos de todo tipo de
información. La mayor parte de ella no responde a nuestro interés, sino al
interés de un tercero. El ejemplo más evidente es la publicidad, pero no es de este tipo de información de la que quiero hablar hoy.
Reconozco
que yo, hasta hace aproximadamente cuatro meses, era un adicto a las noticias.
Desayunaba con Noticias 24 Horas, de camino al trabajo escuchaba los partes
informativos de al menos dos emisoras diferentes, tratando (¡qué ingenuo!) de forjar
un criterio propio. En el almuerzo caía un vistazo rápido al periódico
provincial y al finalizar la jornada, repetía el ritual de radio en el coche y
televisión en la comida y en la cena. Llegue a creer que estar informado era un
deber más que un derecho, porque la información me convertía en alguien
adaptado al mundo en el que vivía, y lo que es más irónico, me protegía de la
manipulación.
Empecé
a despertar del ensueño informativo en el que me había sumergido cuando observé
que cíclicamente se producían, de forma fortuita, oleadas de perros que mordían
a personas, niños desaparecidos, redes de trata de blancas, epidemias de gripe (A,
porcina, aviar o de cualquier otro tipo), violencia en las aulas, “balconing”
en los hoteles del Levante, y un largo etcétera de noticias que se mantenían en
pantalla, como si de teleseries se tratara, durante días, semanas e incluso
meses, dependiendo, por supuesto, de los índices de audiencia cosechados. Y doy
por hecho que todo eso estaba ocurriendo,…bueno, todo menos lo de la gripe A,
que me sigue pareciendo la mejor campaña publicitaria de una empresa farmacéutica
que haya visto nunca. La manipulación no se da tanto a través de la mentira,
que también, como a través de la omisión. Es decir, en los noticiarios, los
periódicos y las radios no nos informan del mundo, sino de una parte muy
limitada del mismo, aquella en la que, vaya usted a saber por qué, quieren
insistentemente que nos fijemos.
El
mundo que nos muestra la televisión es un lugar amenazante, lleno de personas
que quieren hacernos daño, especialmente si son extranjeros. Un mundo sembrado
de miseria, desempleo, enfermedad, catástrofes naturales, conflictos armados,
abusos de poder (sólo en países tercermundistas), crisis financiera, crisis
energética, crisis de valores. Vamos, un mundo en crisis.
Hace
cuatro meses decidí desintoxicarme. Apagué el televisor, aproveché los
trayectos al trabajo para escuchar música, y en lugar de periódicos, en los
almuerzos decidí leer revistas de divulgación científica. No me aislé del
mundo, al contrario, empecé a entrar en contacto con él. Y sabéis qué, descubrí
que el mundo en el que vivo, el real, es un sitio agradable, no existen
amenazas aparentes, la gente pasea y conversa con naturalidad, no hay ni rastro de crispación, ni de indignación, ni tan siquiera de preocupación. Da la
sensación de que todo el mundo trata de salir adelante como puede y de
disfrutar de cada día sin complicarse demasiado la vida.
Habrá
quien opine que vivo en los mundos de Yupi y que estoy dando la espalda a los problemas
del mundo. Pues bien, vivo en el mundo de Pedro, un mundo en el que he decidido
de forma consciente, a qué le presto mi atención y a qué no. Y lo cierto es que
soy más feliz que cuando vivía en ese mundo en el que otro decidía por mí lo
que me convenía saber. Lejos de dar la espalda a los problemas del mundo, creo
que estoy más abierto a las personas que me rodean que son, a fin de cuentas, a
las que puedo ayudar de verdad. Con mi preocupación, mi angustia, mi tristeza y
mi desazón no he ayudado, a lo largo de los años, ni a una sola persona más de
las que estoy ayudando con mi alegría, mi optimismo y mis ganas de disfrutar de
la vida.
Todos
contamos con una especie de mando natural que nos permite cambiar de canal
cuando la programación del mundo que estamos viendo nos desagrada. Se trata de
prestar atención a aquello que sí nos gusta. Es tan parcial una visión como la
otra, pero esta última, te hace sentir mejor.